Cuando la incertidumbre se vuelve densa y no se ve más allá, habita uno en el barrio de los miedos, situado al pie de la imponente y antigua muralla de los límites, contra la que chocaron y tuvieron que sortear todas las culturas y pueblos que terminaron construyendo un mundo mejor del que habitaron.
El barrio de los miedos, es un barrio antiguo de calles estrechas, bien poblado, y con casas de una o dos alturas que no aportan ni distancia ni perspectiva; queda en la parte baja formando una ligera pendiente que evacua al río cercano toda la escorrentía que recibe de las zonas más altas.
En medio de la calle desesperanza, una cuesta muy pronunciada, donde hace esquina con la calle desaliento se encuentra la comunidad de supervivencia. En ella –todos tenemos experiencia– se puede mantener uno a flote, resulta de una ayuda inestimable, nos permite mantener el ritmo y sobreponernos a tiempos duros, cuando todo viene en contra; permanecemos juntos pero centrados más en las propias necesidades que en la búsqueda de un bien y una identidad común. En determinados momentos lo importante es permanecer para cuando arrecie el temporal poder salir a buscar nuevas fronteras con fuerzas renovadas.
A pocos pasos, encontramos el paseo de los testigos, una alameda ancha con piso de tierra, bien sombreada por grandes árboles –algunos incluso centenarios–. Un paseo para recorrer despacio, conversando con quien salga al encuentro y también con uno mismo. Forma una cuesta suave que sube poco a poco entre fuentes que refrescan la brisa y plazoletas en las que disfrutar de artistas callejeros.
El paseo desemboca en la Avenida de los Compañeros, una vía ya asfaltada con circulación en los dos sentidos; las edificaciones más altas y modernas intentan huir, sin conseguirlo, del bullicio que sube de la calle. Aquí aumenta el ritmo de la vida, el tránsito de vehículos y personas se intensifica; se impone el quehacer cotidiano frente al que todos somos iguales, cada uno con su propia historia, compañeros de camino; unos más cercanos y afines, otros más lejanos y ajenos, pero todos con el mismo objetivo de terminar la jornada. La prisa es una compañera de este tramo, como también es compañero el café; tenemos hora para llegar y hora para salir. Se multiplican los encuentros con otros, encuentros centrados en la tarea que los convoca más que en el encuentro en sí mismo (quedó atrás el paseo de los testigos).
Una misma familia vive dos, tres, cuatro… vidas distintas al mismo tiempo, y como esta familia, todas tratando de salir adelante llegando ya a la plaza del encuentro, donde desemboca la avenida. Estamos en el punto más alto del recorrido, un espacio amplio desde el que se divisa a lo lejos la imponente muralla de los límites empequeñecida por la distancia; se distingue a sus pies el barrio de los miedos, ahora lejano; se ve la silueta que conforman las copas de los árboles que no dejan ver la vida que se cuece debajo, en el paseo de los testigos; todavía se escucha el tumulto que llega de la avenida de los compañeros y ya se disipa definitivamente la espesura de la incertidumbre. Esta es una zona residencial, donde cada familia vuelve a mezclar en una sola todas las vidas que la hacen única. Allí cerca, en la calle luz donde esta cruza con la calle esperanza, en una esquina amable, se levanta la comunidad de sentido; el propio yo y sus necesidades van cediendo progresivamente el centro de la propia vida a una identidad mayor que nos saca de nosotros mismos, un espacio en el que descubrir la dimensión comunitaria de la existencia donde en la más profunda intimidad de cada alma tú en mí y yo en ti somos ya una sola cosa.
Una comunidad pensada para salir y asomarse al río del Amor que baña la plaza del encuentro; desde el mirador de la paz no sabe uno ni de dónde vienen esas aguas, ni que traen consigo, ni de dónde consiguen tanto caudal…, pero si siente uno que ese agua transmite la vida que trae y te mueve a tomar la rivera del servicio y la justicia que baja paralela al río y volver, ya para los demás –a través del pasaje de la gratuidad– al paseo de los testigos.
Si te atreves a continuar por la rivera del servicio y la justicia veras que al poco se vuelve angosta hasta terminar en la escalera de la verdad, una escalera pequeña, estrecha y peligrosa que sube hasta las almenas de la muralla de los límites. No es fácil subir por ella, pero una vez arriba puede divisarse como se derraman las aguas del amor en todo el horizonte, un horizonte que queda más allá de nuestros límites, desde el que se escucha una voz fuera de nosotros –que no es nuestra– pero que al mismo tiempo nos llama desde lo más hondo de nuestro interior a ser lo que todavía no somos, pero que ya intuimos, anhelamos y deseamos querer ser. El Amor impregnado en un futuro que no ha llegado, nos impulsa desde lo más íntimo a ir más allá de nuestros propios límites con la misión de hacer realidad lo que todavía no es.
Pero también se puede salir de la comunidad de sentido hacia el lado contrario, y encontrarte con la calleja de los lamentos, una empinada cuesta hacia abajo con el suelo empedrado, en la que irremediablemente se aceleran los pasos, casi sin poder frenar, hasta la calle del ego, que nos devuelve –sin darnos cuenta– al mismo centro del nebuloso barrio de los miedos. Es cierto que se puede coger esta misma calleja en sentido contrario y subir directamente la empinada cuesta hasta la calle de la luz; es quizás un camino más corto, pero es una empresa más ingrata; dura, solitaria, sin testigos ni compañeros, en la que puedes verte arrastrado por quienes bajan a toda velocidad…, pero sí; se puede subir, aunque sea agarrándose a las paredes o a las mismas piedras del suelo; sin compañeros también se puede subir y alcanzar la luz, siempre se puede subir, y siempre vamos a tener que invertir la vida en ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario