1. Vivir en plenitud
San Ignacio de Loyola comienza el principio y fundamento del itinerario espiritual que desarrolla en sus Ejercicios Espirituales definiendo cuál es el propósito de una Vida plena:
“La persona es creada para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar su alma”
Cada uno tendrá que ir encontrando su propia alabanza, sus propias reverencias y su servicio personal al Padre y Su Reino, en un proceso de búsqueda que será largo, sin fórmulas, ni atajos, que nos acercará cada día más al lugar que Dios sueña para mí en cada instante.
Entender la vida de esta manera involucra la existencia toda en cada cosa que hacemos. No se identifica solo con un proyecto, ni con un lugar, ni con envíos a misiones diversas y concretas. Para los creyentes se descubre fijando los ojos en Jesús y caminando con él, actualizando su modo, su estilo, su vida, hoy, con mi seguimiento.
Vivir en plenitud será llegar a encontrar ese lugar particular construyendo una respuesta colectiva a lo que Dios me pide haciendo de esta una experiencia sostenible, mantenida en el tiempo con salud y bienestar.
Frente a consumir la vida, debemos empeñarnos en consumar la vida, llevarla totalmente a cabo.
2. Itinerarios para llegar a una vida plena
2.1. Del Ser a lo que soy.
Al inicio de este primer itinerario llegamos con una particular carga genética heredada, en un momento concreto y en un lugar determinado, aspectos que no elegimos y que van a marcar nuestra persona.
Desde la concepción creyente fuimos, primero creados únicos e irrepetibles a imagen y semejanza de Dios y luego salvados gratuitamente por ese mismo Dios en toda su misericordia por la que bajó al mundo para dejarse morir por mis pecados y resucitar al tercer día para salvación de toda la humanidad.
Crecemos en una cultura no elegida que nos marca valores, creencias, costumbres e incluso una organización social determinada; pero que con el cambio personal puede ir cambiando, volviéndose dinámica y flexible; contribuye de forma significativa a nuestra identidad y nos equipa para vivir y convivir con otros. El mundo del prójimo.
Si nos acercamos más a la persona, al mundo de los próximos, descubrimos una historia, un territorio, un clima, unos recursos que marcan el devenir de la familia, la escuela, el trabajo, la parroquia, el club deportivo, los amigos que van definiendo un contexto en el que encontramos las primeras huellas de sentido y revelación.
A medida que crecemos y empezamos a aplicar sentido crítico a nuestro desarrollo personal surge con fuerza la necesidad de diferenciarnos, de construir la singularidad que nos fue entregada. Y desde ese empeño vamos dando respuesta a las necesidades que nos presenta el aquí y el ahora de la realidad cotidiana, afrontando lo que pasa, y también afrontando lo que nos pasa en eso que pasa, muchas veces desde la perplejidad y siempre desde la incertidumbre.
Durante el inacabado recorrido de este itinerario, a la herencia que recibimos, junto con las decisiones que tomaron en nuestro nombre se han ido sumando los paisajes que ya decidimos transitar nosotros con todos sus habitantes y las decisiones que sí tomamos junto con el derrotero de todas su consecuencias.
Este itinerario pivota sobre nuestras necesidades llamándonos a desarrollar frente a la realidad real todas nuestras capacidades en diálogo con uno mismo, los otros, la vida y Dios. En clave creyente la experiencia de ser salvados por un Dios misericordioso nos mueve a agradecimiento y responsabilidad, pero antes de disfrutar de estas mieles y para poder coger definitivamente las riendas de nuestra vida camino del ser en plenitud, tenemos que ir integrando con paz la realidad inacabada que somos en un ejercicio de reconciliación con nuestra herencia, nuestro origen y nuestras decisiones, ayudados por la búsqueda de ese Amor primero en el origen de todo, ganando conciencia de ser únicos y, al mismo tiempo, parte de un mismo Ser que lo trasciende todo.
2.2. De uno mismo al otro.
Este segundo itinerario nos coloca frente al mundo, fuera de nosotros, pivota sobre los deseos, sobre nuestro deseo más profundo, ese que habita en lo más intimo de nuestro ser.
Los deseos mueven todo nuestro caudal de energía, aspiran a acercar la realidad a la voluntad del sujeto; mientras las emociones –que también juegan– apuntan a reflejar la realidad, los deseos apuntan a transformarla. Los deseos son incombustibles, siempre queda un vacío por llenar. Pueden llevarnos a la plenitud, pero también a la neurosis; pueden llevarnos a la unicidad con Dios o a justificar un consumo desbocado que nos atrape y nos lleve en volandas por un camino previamente diseñado y decidido por otros.En este itinerario, de cara a no perder el objetivo de la vida plena, debemos procurar que nuestros deseos dancen al son del sentido y la vocación.
El sentido de la vida es el marco de referencia sobre el que se concreta la vocación. Mientras el sentido establece una razón de ser o una finalidad; la vocación concreta aquello que estamos llamados a ser, nos remite al descubrimiento de nuestra identidad y nos sostiene en el camino.
La vocación es una experiencia inseparable del ser humano que también nos dinamiza porque cambia a lo largo de la vida y porque la recibimos en lo más profundo de nuestro ser y nos impulsa a salir fuera de nosotros. A medida que vamos alcanzando metas la vocación se va llenando de nuevos matices y a medida que abrimos nuevos caminos se atisba en el horizonte, cada vez con mayor claridad, que la meta de la existencia humana no puede centrarse en la autorrealización. Construimos nuestra identidad tanto en lo que somos, como en lo que estamos llamados a ser para los otros. Si el sentido nos propone un “Norte”, la vocación nos lleva a elegir el modo concreto de alcanzarlo.
Desde el punto de vista creyente, la vocación se concibe como un diálogo entre Dios que llama y la persona que responde. Un caminar en constante diálogo con Dios llamados a responder en libertad. En esta clave nos toca incorporar los deseos de Dios a esa danza que ya iniciamos con nuestros deseos al son del sentido y la vocación para ir nosotros retirándonos y que completen ellos el baile. Se trata de vivir en clave de discernimiento, poner en el norte lo que Dios nos va pidiendo, e ir eligiendo opciones para una cotidianidad coherente con la construcción del Reino de Dios.Y aunque podemos perdernos en expectativas frustradas, viviendo exclusivamente desde el propio empreño o sirviendo a varios amos –según sople-; siempre podremos recuperar el norte asumiendo la pregunta del “¿para Qué?, prestando atención a nuestros anhelos más profundos, ganando conciencia de nuestros límites, determinándonos, tomando la vida en nuestras manos y donándonos para colmar de sentido la existencia.
Vivir en misión, es vivir la vida con otros y para otros como instrumento de Dios, reconstruyendo la esperanza, porque siempre la Luz tiene la última palabra.
2.3. Entre el ser y el darse.
Este itinerario va desde la construcción constante a la deconstrucción permanente, en un puente de ida y vuelta entre los dos itinerarios anteriores, entre el tomar consciencia del desde donde y el discernir el para qué .
Este itinerario que gira siempre sobre los mismos paisajes, va ganando en hondura con el viaje, descubriendo a cada paso nuevos matices de la originalidad infinita de lo cotidiano.
Ahí con un brazo en el desde donde y otro en el para qué se va gestando la persona inacabada que somos, ganando consciencia de su valía, sus aspiraciones y sus recursos; creciendo cada vez más en armonía con uno mismo, los otros y Dios; aceptando y ordenado cada vez mejor sus límites y capacidades para llegar a la mejor versión real de ella misma; cada vez más consciente de saberse hija del mundo y del tiempo en el que le ha tocado vivir, optando por que sea ese un vivir descentrado de ella misma, capaz de trascender al otro.
En clave creyente capaz de trascender también al Otro, agradecida, única y acogida, capaz de vivirse en libertad desde la que devolver tanto.
3. La vida plena.
Esto de la vida plena no va de un gran premio al final del tiempo, ni de una línea de meta a alcanzar una vez agotado el camino, ni de logros individuales; es cuestión de horizonte, de un horizonte común; de ese horizonte que al alejarse cada día le da sentido al caminar de todos y de cada uno; pero no es sólo una utopía, es un modo de ser, un anhelo a mantener, una forma de vivir, un camino en el que encontrar compañeros; una utopía que se vuelve real cada vez que se decide permanecer en el camino.